En un pequeño caserío de la selva vivía una viejita, acompañada de su joven hijo.Cerca de la casa había una quebrada de donde recogían el agua para beber y preparar sus alimentos. Ambos lados del camino, que conducía hasta la quebrada, estaban sembrados de yuca, formando un estrecho callejón, cuyo rumor de las hojas será como un dialogo incomprensible cada vez que el viento soplaba. Allí iba a bañarse y a traer agua el joven hijo de la anciana, recreando su vista en el rumoroso follaje de las yucas, tratando de comprender ese extraño susurro de la naturaleza. Sucedió que una tarde cuando se dirigía a tomar su acostumbrado baño, vio un enorme gusano de color verde, llamado “cornegacho”, colgado en una hoja de yuca. Sintió por él una extraña compasión al verle solitario e indefenso y movido por tal sentimiento, le dice: Pobre gusano, si fueras mujer no estarías ahí colgado, estarías en mi casa y dormirías conmigo en mi cama. Luego siguió su camino, se bañó y después de recoger su agua volvió a casa. Más tarde, madre e hijo cenaron alegremente al lado del fogón que chisporroteaba despidiendo fulgores que simulaban diminutos juegos artificiales. Después de la cena ambos se fueron a dormir, cada cual a su cama. Cuando el joven despertó, serían como las doce de la noche, sintió que a su costado alguien estaba acompañándolo. Ese alguien era una extraña mujer con quien se puso a conversar y muy pronto intimaron tanto que la hizo suya. Aquella noche disfrutó de un placer inigualable que sólo la magia y el encanto de aquella mujer podía brindarle. Al despertarse al día siguiente no quiso levantar su mosquitero y lo dejó templado para que no viera su madre a tan extraño ser. Por su parte ella, en el día se convertía en gusano, permaneciendo colgada en el techo del mosquitero. Así transcurrían los días y las noches entre el placer prohibido y el sobresalto de ser descubierto por la madre del joven. Pronto quedó ella embarazada y tuvieron que ser más cuidados durante el tiempo del embarazo. Cierto día, la madre de la joven, muy preocupada al notar que éste ya no levantaba su mosquitero por las mañanas, se dice a sí misma: ¿Por qué tanto este muchacho no levanta su mosquitero? Y así renegando se fue a levantar el mosquitero. La gusana que estaba colgada y a punto de dar a luz el hijo “contranatura” que llevaba en sus entrañas, cayó ¡Plaff!! Sobre la cama reventándose y al punto empezó a llorar un bebé que la señora agarró, lo limpió, brindándole todo tipo de atenciones, pero la madre gusana murió. Cuando en la tarde volvió el joven, encontró al niño, fruto de su amor prohibido con la mujer gusana. El niño fue creciendo bajo la protección y cuidado de su padre y su abuela. Los vecinos que se enteraron de este hecho no dejaban de fastidiar al hombre diciéndole: ¡Tu gusano!, ¡Tu, diablo! Tanto le fastidiaron hasta que un día se aburrió y muy preocupado se dijo: ¿Cómo me deshago de este muchacho? Tratando de cumplir con su desnaturalizado a propósito, pensó en llevar al rio a pescar y una tarde le dijo: Mañana iremos a pescar, te alistas bien temprano. Al día siguiente el rio, que ya tenía 8 años de edad, se levantó bien temprano y después de algunos preparativos se fue a pescar con su padre. Cuando llegaron a la quebrada, estuvieron durante muchas horas pescando y pescando, pero ya no agarraban casi nada Llegada la tare, el papé le dijo al río: Espérame un ratito. Y habiéndose el que se iba a pescar, se escondió en el bosque, muy cerca donde el niño se encontraba, para ver que era lo que éste hacía. El niño se cansó de esperar el retorno de su padre y desesperado empezó a gritar: ¡Papáaaaaaaaaa! ¡Papáaaaaaa! Pero por más que gritó y gritó nadie respondía a su llamado. El papá, que estaba escondido, siguió observándolo. Entonces el rió empezó a pensar en voz alta diciendo. Ya me dejó ¿Qué cosa me hago? Si me hago pescado, me van a pescar y me comerán. Si me hago una víbora, me van a matar. No, mejor me convertiré en un sapo. Y así pensando, empezó a subir en un árbol, y cuando ya estaba a mitad del tronco empezó a croar: croc, croc, croc, croaba. Conforme subía croaba y croaba, y poco a poco se fue transformando en sapo, primero sus piernas, luego sus brazos y todo su cuerpo se transformó en un desconocido y pequeño batracio de color verde. El niño batracio ya llegaba a la copa del árbol cuando el padre sorprendido por tan singular acontecimiento salió de su escondite y empezó a llamar a su hijo, pero éste ya no volvió a ser gente, sino que siguió subiendo. El papá, muy entristecido y sin poder hacer nada, regresó a su casa. Se dice que desde ese día hay esos sapitos que croan muy tristemente por las noches en la copas de los árboles. Para comprobar que es cierto se deja regada ceniza alrededor del tronco del árbol donde croa el sapito y al día siguiente se puede ver la pisada de un niño, pero sólo el pie izquierdo, mientras que el lado derecho es la huella de la pata de un sapo. Profesora Elisa Guerra Souza 1990.